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España es un país adicto a las marcas blancas de los supermercados. Y ahora esa adicción le está saliendo muy cara

En los últimos años la inflación parecía remitir en los gráficos, pero no en el lugar donde millones de hogares la sienten: el supermercado. Bajo esa apariencia de normalidad se ha ido dando un giro silencioso y estructural que no golpea a todos por igual: porque lo que más sube no está siendo el lujo, sino lo imprescindible, y lo paga quien no puede dejar de comprarlo. 

Una palabra lo resume y explica a la perfección. 

Baratoflación. Recordaba esta mañana el diario El País que la inflación alimentaria no ha sido neutral: golpea más cuanto menos tienes. Así, la llamada baratoflación (el encarecimiento desproporcionado de los productos más baratos) ha elevado un 37% el precio de los alimentos básicos entre 2021 y 2024, frente al 23% de los de gama alta. 

El resultado: los hogares pobres gastan más proporción de su renta en bienes esenciales, y cuando intentan abaratar su cesta sustituyendo marcas comerciales por blancas o formatos menores, descubren que esas gamas son precisamente las que más han subido. La carga no es solo económica: la degradación cualitativa de la dieta en hogares con estrés financiero tiene arrastre en salud, y en España los indicadores del BCE muestran una brecha “excepcional y persistente” entre alimentos y el resto de los precios desde 2022, consolidando un shock estructural, no coyuntural.

Pandemia, cuello energético y Ucrania. La secuencia que disparó la baratoflación es reconocible: la salida de confinamientos con la demanda corriendo por delante de la oferta, la posterior escalada energética y logística, y esa guerra en Ucrania que no hace más que tensionar fertilizantes, cereales y combustibles. 

El BCE estima un +30% acumulado en alimentos en la eurozona desde 2019, y en España, los comestibles han subido más de un 30% desde 2021 (frente al 19% del IPC general), con esenciales como carne, leche, mantequilla entre +30% y +50%, y picos extremos en aceite de oliva, café o cacao, con alzas de hasta el 80%.

La capa oculta. La subida de alimentos no se explica solo por guerras o inflación general, sino por cómo está organizado el propio mercado. Desde la crisis de 2008 los alimentos básicos se negocian como un producto financiero en bolsas de futuros, lo que permite que haya movimientos especulativos que empujan los precios. 

Cuenta la investigación del Institut de Recerca Urbana de Barcelona (IDRA) que al mismo tiempo el comercio mundial de cereal está en manos de solo cinco grandes compañías que controlan entre el 70% y el 90% del mercado y además participan en los dos lados: en el grano físico y en el negocio financiero ligado a ese grano. Entre 2021 y 2022 obtuvieron beneficios récord, algunos multiplicados por tres sobre niveles previos. Esa combinación (pocas manos manejando el producto y el precio) hace que cualquier shock global se traduzca en precios altos más rápido y con más fuerza.

España como laboratorio. Según el mismo informe del Instituto de Barcelona, en España, tanto fabricantes como distribuidores capturaron márgenes extraordinarios en fase inflacionaria: el agroalimentario lidera el alza de márgenes con +38,1% desde 2020; los grandes grupos de distribución declararon beneficios récord (7.500 millones en 2024), mientras los salarios del sector son inferiores a la media y persisten bolsas de precariedad, como en fruta en Lleida y Andalucía. 

El contraste en ese sentido es claro: la renta se desplaza de consumidores y trabajo hacia capital concentrado en un mercado oligopólico cuyo poder de fijación de precios no ha sido contestado.

Política sin intervención. El informe señalaba también que cuando se deja que el mercado resuelva solo, pasa casi siempre lo mismo: la parte dura del coste se queda en las familias (comida peor y más cara, más privación, más desigualdad) y los beneficios extraordinarios se quedan arriba. España es ya el tercer país de Europa donde más ha crecido la privación alimentaria en 15 años, solo por detrás de Francia y Grecia, y afecta sobre todo a hogares monoparentales, personas dependientes y trabajos precarios. 

Aunque desde 2023 bajaron los costes energéticos y logísticos, los precios finales no lo han hecho. Cuando un precio “salta” por una crisis, si hay pocas empresas dominando el mercado, ese salto se convierte en el nuevo suelo y ya no vuelve atrás.

Regulación al poder. Los estudios coinciden en que el problema no se arregla solo con ayudas puntuales, sino cambiando cómo funciona el mercado. Eso significa reducir la concentración de poder en pocas empresas, frenar la especulación financiera con alimentos y poder poner topes temporales a los precios cuando hay crisis para evitar que se queden arriba para siempre. 

Según el documento, no sirve con dar dinero al consumidor (porque lo paga el Estado) ni con exigir rebajas al agricultor (que ya es el eslabón más débil), el ajuste tiene que venir de la parte intermedia de la cadena, donde están los mayores márgenes (industria y distribución), y con un papel activo del Estado para vigilar ese poder de precio. 

El objetivo final no es solo que la comida cueste menos, sino que lo esencial deje de depender de los vaivenes financieros y del control de unas pocas compañías que hoy dominan el grano del que depende la seguridad alimentaria.

Imagen | H. Fraile 

En Xataka | La cesta de la compra está tan cara que muchos madrileños están conduciendo 40 minutos para comprar en un supermercado barato 

En Xataka | Nos están tocando los huevos (concretamente, su precio) 

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