EEUU tiene un plan para que Rusia ponga fin a la guerra en Ucrania. Y si sale mal tiene tiene otro de 2.500 km de alcance

Estados Unidos, en la figura omnipresente de su presidente Donald Trump, parece dispuesto a terminar de una vez por todas la invasión en Ucrania. Ocurre que intentar reproducir el mismo “éxito” diplomático que se exhibe tras el acuerdo en Gaza tropieza con dos problemas nucleares: por un lado, la pretensión de imponer un arreglo a Rusia pone en tela de juicio la soberanía y legitimidad del proceso y empuja a Moscú a reaccionar. Por otro, quizás más peligroso, la campaña de presión que se articula alrededor de la amenaza con misiles de largo alcance eleva drásticamente el riesgo de una escalada difícil de controlar.
De la ambigüedad al desafío. Durante mucho tiempo, la política exterior de Trump hacia Rusia y Ucrania se movió entre la deferencia y la confusión, una mezcla de halagos a Putin, advertencias vagas y promesas incumplidas a Kiev. Pero en las últimas semanas, algo ha cambiado.
Trump ha girado radicalmente su discurso, pasando de sugerir que Ucrania debía aceptar pérdidas territoriales a presentarse como el hombre capaz de poner fin a la guerra. Lo que comenzó como un gesto retórico ante la ONU se ha transformado en un proceso político que busca consolidar el papel de Estados Unidos como árbitro del conflicto, con una mezcla de presión militar, diplomacia transaccional y amenaza calculada.
Cambio y ruptura. Trump, que históricamente había mostrado una indulgencia casi personal hacia Putin, sorprendió a sus aliados y a sus críticos con un discurso en el que calificó a Rusia de “tigre de papel” y afirmó que Ucrania puede recuperar todo su territorio con el apoyo de Europa y la OTAN. Este cambio, anunciado tras su reunión con Zelensky y Macron, marca un abandono de su tradicional estrategia de evitar confrontaciones directas con Moscú.
Sin embargo, detrás del giro no parece que haya todavía una política articulada, sino una combinación de gestos: insinuaciones de sanciones, amenazas de represalias y una voluntad explícita de reintroducir la idea de la fuerza como instrumento de negociación. Lo que antes era indiferencia hacia Kiev se ha convertido en un interés instrumental, que mezcla rivalidad con Putin y deseo de demostrar liderazgo internacional.

Tomahawks y ultimátums. El símbolo más visible de esta transformación es la palabra que se ha vuelto recurrente en los comunicados de Washington: Tomahawk. Trump ha amenazado abiertamente con suministrar a Ucrania misiles de crucero de largo alcance si Putin no acepta reabrir las negociaciones de paz, un ultimátum que ha puesto en alerta al Kremlin. Moscú ha respondido calificando la medida de “escalada cualitativamente nueva” y advirtiendo que no podría distinguir si los misiles llevan o no ojivas nucleares.
Para Trump, sin embargo, el anuncio cumple una doble función: refuerza su imagen de negociador que impone respeto y presiona a Putin para evitar que prolongue una guerra que ya no puede ganar. Zelensky, por su parte, ve en la posibilidad de obtener Tomahawks un instrumento no solo militar sino psicológico: bastaría la amenaza de su uso para empujar a Rusia a la mesa de negociación. El solo hecho de discutir su entrega supone una ruptura con la cautela de la era Biden, en la que Washington rechazó de plano cualquier acción que pudiera considerarse una agresión directa.
De Gaza a Ucrania: exportar un modelo. El éxito parcial del alto el fuego en Gaza ha ofrecido a Trump una narrativa de victoria diplomática que ahora intenta trasladar al frente europeo. Tras liberar a los rehenes israelíes y lograr un cese temporal de hostilidades, el presidente estadounidense declaró que su próximo objetivo era “centrarse en Rusia” y acabar con la guerra en Ucrania. Lo que en apariencia es un movimiento humanitario responde también a una estrategia de reposicionamiento global: demostrar que Washington puede imponer el orden tanto en Oriente Medio como en Europa sin necesidad de desplegar grandes contingentes militares.
Trump ha presentado esta nueva etapa bajo un concepto clásico que ha reeditado con pragmatismo: “paz a través de la fuerza”. Es la misma lógica que busca aplicar con Putin (es decir, no desde la conciliación, sino desde la amenaza creíble). Ucrania, que durante meses fingió fe en unas negociaciones estériles para congraciarse con la Casa Blanca, percibe ahora una ventana de oportunidad: la de sustituir las mesas de diálogo por la entrega de armamento avanzado que cambie el equilibrio del campo de batalla.

Un acuerdo militar. La visita de una delegación ucraniana a Washington, encabezada por la primera ministra Yuliia Svyrydenko, ha sellado la nueva fase. Los negociadores llegaron con una lista de adquisiciones valorada en 90.000 millones de dólares, incluyendo sistemas antiaéreos Patriot, misiles de largo alcance y acuerdos de coproducción de drones.
Zelensky ha aprendido a hablar el idioma de Trump: el de las transacciones. Ya no se trata de pedir ayuda por solidaridad, sino de ofrecer “mega deals” que beneficien a ambas partes, presentando a Ucrania como un socio rentable para la industria militar estadounidense. La Casa Blanca, a su vez, ha aceptado implícitamente que las conversaciones con Moscú están agotadas, y que solo un incremento sustancial de la presión militar podrá obligar a Putin a negociar desde la debilidad.
El nuevo cálculo estratégico. Si se quiere también, el Kremlin atraviesa un punto de fatiga operativa. Sus avances territoriales se han vuelto más marginales, y el propio Zelensky se ha encargado de recordarlo en Washington con mapas y cifras: en mil días de guerra, Rusia apenas ha conquistado menos del uno por ciento del territorio ucraniano adicional desde 2022.
La narrativa de la victoria inevitable se desvanece, y Trump parece haberlo comprendido. Su discurso en redes, en el que afirmó que Ucrania está “en posición de recuperar todo su país en su forma original”, fue interpretado como la confirmación de ese cambio de percepción. Dicho de otra forma: ya no se trata de mantener un conflicto congelado, sino de precipitar su desenlace mediante la superioridad tecnológica y el colapso económico ruso.

La paradoja. Paradójicamente, el giro de Trump no implica un retorno al idealismo liberal que durante décadas definió la política exterior de Estados Unidos, sino un pragmatismo que mezcla intereses, espectáculo y coerción. Washington no busca reconstruir Ucrania, sino cerrar una guerra que ha dejado de servirle a su imagen de poder.
Desde ese prisma, el presidente estadounidense no parece pretender una cruzada democrática contra Moscú, sino demostrar que bajo su mandato Estados Unidos vuelve a imponer resultados. Si Putin cede, Trump podrá presentarlo como una victoria de su diplomacia personal, y si no lo hace, el envío de Tomahawks servirá como prueba de que fue firme hasta el final.
De la retórica a la realidad. Así, el cambio de rumbo estadounidense abre un nuevo escenario: por primera vez desde 2022, Washington parece dispuesto a usar la amenaza del armamento estratégico como palanca diplomática. Si el plan se concreta, Ucrania obtendría la capacidad de golpear profundamente en territorio ruso, una línea que, como decíamos, la administración Biden se negó siempre a cruzar.
Europa, mientras tanto, observa con ambivalencia: celebra la posibilidad de un desenlace, pero teme una escalada que la arrastre a una confrontación directa. Y en el centro de ese juego de fuerzas, Ucrania emerge no como víctima, sino como actor decisivo que ha aprendido a negociar con la Casa Blanca en sus propios términos.
La guerra como moneda de poder. Lo que parece claro es que el nuevo ciclo iniciado por Trump redefine la relación entre diplomacia y fuerza militar. Ucrania, cansada de mesas vacías y promesas simbólicas, parece haber encontrado en el pragmatismo estadounidense un aliado temporal para lograr su objetivo: imponer la paz mediante la presión.
La Casa Blanca, por su parte, ha redescubierto con Trump que el liderazgo global no se ejerce desde la neutralidad, sino desde la capacidad de dictar los términos del conflicto, de imponerlos. Si los misiles Tomahawk acaban sobrevolando el cielo ucraniano (aunque jamás sean lanzados), su mera existencia representará la culminación de una estrategia donde la amenaza se convierte en argumento, y la guerra, una herramienta para recuperar la autoridad perdida de Estados Unidos en el tablero mundial.
Por supuesto, el escenario conlleva dos problemas nucleares a solucionar. Ni Rusia es Gaza, ni los Tomahawk estuvieron antes encima de la mesa.
Imagen | VA Comm, Ministry of Defense of Ukraine, Picryl, President Of Ukraine