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En Europa tenemos un problema: nos estamos convirtiendo la Japón del siglo XXI

Empecemos por los hechos:

  1. Europa envejece más rápido que cualquier otra región desarrollada, especialmente en el sur. La edad mediana supera los 44 años, y subiendo.
  2. Las grandes tecnológicas que definen nuestra época son estadounidenses o chinas, con permiso para excepciones surcoreanas o taiwanesas.
  3. Nuestras glorias industriales (Nokia, Siemens, Ericsson, Alcatel…) son hoy proveedores B2B o zombies corporativos, invisibles para los consumidores que una vez las amaron.
  4. Damos cobijo a dos de los eventos tecnológicos más importantes del mundo (MWC e IFA) pero somos espectadores de un espectáculo que dominan otros.
  5. Y mientras tanto, regulamos: GDPR, AI Act, DMA, DSA. Legislamos sobre innovaciones que no lideramos e imponemos reglas a juegos que no jugamos.

Hay un paralelismo incómodo pero bastante preciso: la Japón post-burbuja.

En los ochenta, Japón parecía destinada a dominar el siglo XXI. Sony, Panasonic, Toshiba, Nintendo… Japón definió algunas de las tecnologías que dominaron el mundo al final del siglo XX:

  • La Game Boy y las Nintendo de sobremesa.
  • El walkman y el discman.
  • Las teles Trinitron.
  • Los VHS que ganaron la guerra de los formatos.
  • Las Canon y las Nikon que capturaron nuestros recuerdos.
  • Los icónicos relojes Casio.
  • Los Toyota y los Honda que resignificaron la palabra «fiabilidad».

Incluso la palabra kaizen (mejora continua) se convirtió en un mantra para las empresas de medio mundo. Japón, además de fabricar grandes productos, exportaba metodologías, filosofías de trabajo y visiones del futuro tecnológico.

Luego vino el estallido, el estancamiento, la deflación. Y lo peor: la nostalgia institucional. Japón no colapsó, sino que empezó a dejar de crear el futuro. Y se convirtió en un museo de cómo se hacían las cosas, de cuando éramos relevantes.

Europa está tomando ese mismo camino, pero más rápido.

Lo preocupante ya no es tanto la ausencia de grandes tecnológicas europeas con honrosas excepciones, es la respuesta a esa ausencia: en lugar de crear condiciones para que surjan, nos centramos en regular agresivamente a las que existen. Actuamos como si el poder residiera en controlar plataformas ajenas, no en construir propias. Es la mentalidad del que ya no juega: si no puedo ganar, al menos pongo las reglas. Pero poner reglas sin capacidad de ejecución es simplemente irrelevancia disfrazada de principios.

Japón se consoló con su cultura, su estética refinada, su excepcionalismo. En Europa nos consolamos con nuestros «valores». Protección de datos, sostenibilidad, derechos digitales. Todo correcto, todo noble. Pero insuficiente. Porque mientras tanto, la arquitectura tecnológica del siglo XXI —la que define qué es posible hacer, pensar, crear— se está construyendo en California y en Shenzhen. Nosotros ponemos límites a sistemas que otros diseñan.

El problema de fondo es que Europa ha interiorizado una narrativa de declive gestionado. Ya no aspiramos a liderar, sino a «preservar nuestro modelo». Traducción: administrar la decadencia con dignidad. Japón tardó décadas en aceptar su nuevo rol. Europa parece haberlo aceptado por la vía rápida.

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