Opinión

Por: El Husmeador

El Eco de la Explosión: ¿Terrorismo en Coahuayana o el Fracaso Silencioso de la Seguridad? 

Un sábado soleado en Coahuayana, un rincón pesquero y agrícola en la costa de Michoacán, donde el aroma a plátano y papaya se entremezcla con el salitre del Pacífico. De pronto, a las 11:40 de la mañana, un estruendo sacude el centro del pueblo. Una Dodge Ram negra, cargada con explosivos ocultos entre racimos de fruta, detona frente a la sede de la Policía Comunitaria. Seis vidas se extinguen al instante —al menos tres de ellas policías locales—, doce más quedan heridas, y el terror se propaga como ondas en el agua: vidrios rotos a 300 metros, edificios temblando, familias huyendo con niños en brazos. No es una escena de película de narcos; es la realidad cruda de México en 2025, un país donde el crimen organizado ya no solo dispara, sino que detona para sembrar pánico. ¿Qué dicen los medios? Un coro unánime de indignación y análisis. En México, El Universal describe el «miedo grande» de los pobladores, al punto de que testigos como una vecina anónima, citada por El País, confunden el estallido con un «dronazo» —esa plaga moderna de las guerrillas criminales en la región—. CNN Español y DW lo llaman sin rodeos «ataque con carro bomba», elevando la cifra de muertos de tres a seis en cuestión de horas, y subrayando cómo el vehículo cruzó desde Colima, bastión del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). La Fiscalía General de la República (FGR) ya lo califica como terrorismo y delincuencia organizada, una investigación que apunta directamente al CJNG, ese leviatán que disputa el control de Michoacán con extorsiones a productores de limón y aguacate. Internacionalmente, Al Jazeera y The Washington Post lo enmarcan en la escalada de violencia cartelera, recordando que el año ha visto más de 2,000 artefactos explosivos incautados en el estado —un récord que hace palidecer los 160 de 2022—. No es un accidente industrial, como especularon algunos al inicio; es un mensaje: «Podemos explotar en cualquier plaza», como lo resume un analista en UnoTV, vinculándolo al reciente «Plan Michoacán», esa ofensiva federal que, a un mes de lanzada, parece más un espejismo que una barrera. ¿Es esto terrorismo? Absolutamente, y no por capricho semántico. El terrorismo no requiere ideología política pura; basta con el uso deliberado de la violencia para aterrorizar a civiles e instituciones, coaccionando cambios o imponiendo dominio. Aquí, el CJNG no busca derrocar gobiernos, sino doblegar a la Policía Comunitaria —esos valientes autodefensas que protegen a sus comunidades de la extorsión— y desafiar al Estado. La explosión, con sus ocupantes suicidas presumiblemente dentro del vehículo, evoca tácticas de grupos como el Estado Islámico, adaptadas al manual narco: terror doméstico para un control territorial. Medios como Emeequis lo llaman «horror» al relatar cómo niños vieron «manos y órganos» esparcidos, mientras el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla pide «no especular» y pasa la pelota a la FGR. En X, el pulso social hierve: posts de @InSightCrime_es   culpan al CJNG con videos del cráter humeante, y voces como @perladil lo tildan de «fracaso del plan Michoacán», un pacto de impunidad que, bajo Sheinbaum, que en esos momentos andaba celebrando en zócalo de la Cdmx, parece heredar las grietas de sexenios pasados. El consenso es claro: no es un «incidente aislado», sino un síntoma de un cáncer que devora la soberanía. Y luego está el fantasma del norte: ¿repercute esto en Estados Unidos? No con un estallido inmediato, pero sí con ecos profundos y persistentes. Michoacán no es solo un epicentro de violencia; es el pulmón agroexportador de México hacia EE.UU., proveedor de 80% de los aguacates y limones que llenan supermercados en California y Texas. El CJNG, designado «organización terrorista extranjera» por la administración Trump —junto a la Familia Michoacana y los Cárteles Unidos—, extorsiona a estos productores, y un coche bomba como este acelera el ciclo: menos cosechas, más precios en la frontera, y un flujo incontrolable de fentanilo y migrantes huyendo del infierno. Mexico News Daily y LA Times lo vinculan a la «batalla por el control» que ya ha matado alcaldes y líderes campesinos, alimentando el discurso intervencionista en Washington. Recuerden: en mayo, una bomba similar mató a seis soldados en la misma región, avivando especulaciones sobre strikes militares gringos. Hoy, con Trump de vuelta en el horizonte, este atentado no es solo mexicano; es un recordatorio de que la porosidad de la frontera —drogas, armas, dólares— hace que el terror en Coahuayana resuene en Phoenix o Chicago. Si el CJNG escala a «suicidas en camionetas», ¿cuánto tardará en cruzar el Río Bravo? Coahuayana no es un punto olvidado en el mapa; es un espejo de México fracturado, donde el «abrazos, no balazos» choca contra la realidad explosiva. Las víctimas —policías comunitarios que arriesgan todo por un salario raquítico— merecen más que condolencias; urgen una estrategia que desmantele no solo células, sino finanzas y corrupción. Mientras la FGR indaga, y los medios gritan, la pregunta persiste: ¿cuántas detonaciones más para que el Estado despierte? El terror no espera; explota cuando menos lo esperas. Y en esa camioneta negra, oculta entre plátanos, yace no solo muerte, sino un llamado a la acción que México —y su vecino del norte— no puede ignorar.

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