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Ucrania acaba de reducir a dos minutos lo que le llevaba días. Y luego se ha puesto a triturar el arma rusa más temible: sus kamikazes

La guerra en Ucrania ha convertido al dron en el arma central del campo de batalla, pero también ha hecho evidente un límite insalvable: los modelos kamikaze, que dominaron los primeros años del conflicto, están empezando a morir por pura insostenibilidad. El frente de casi mil kilómetros exige un suministro continuo de plataformas capaces de vigilar, hostigar, destruir y sobrevivir.

Y Ucrania se ha dado cuenta de ello.

El ocaso de un dron. Rusia ya no puede garantizar ese suministro con los drones baratos y de un solo uso que antes lanzaba por miles. Las sanciones occidentales han estrangulado el acceso de Moscú a sensores avanzados y procesadores críticos.

Además, los ataques ucranianos a plantas de ensamblaje han roto cadenas de producción, y el coste de perder sistemas cada vez más sofisticados contra defensas ucranianas más densas ha vuelto inviable el modelo de “lanza y olvida”. Por primera vez, Moscú reconoce que no puede reponer con la misma velocidad lo que destruye.

La apuesta rusa. Ante este escenario, Rusia está reconfigurando su flota hacia drones reutilizables que combinan precisión, resistencia electrónica y capacidad de ataque múltiple. Plataformas como el Night Witch (capaz de transportar veinte kilos, operar cuarenta minutos, lanzar hasta cuatro municiones y regresar a base) marcan el desplazamiento hacia diseños que sobreviven a la misión. El Bulldog-13 sigue la misma lógica: modular, resistente a interferencias y con sensores avanzados que serían demasiado costosos para una plataforma desechable. 

Esta evolución no solo afecta a los drones ofensivos: los interceptores rusos, antes ideados para colisionar y destruirse junto a sus objetivos, empiezan a incorporar métodos que permiten su recuperación. Desde cargas improvisadas como latas de comida arrojadas sobre FPV ucranianos hasta varillas electrificadas capaces de incapacitar varios drones en un solo vuelo, el patrón es claro: si la plataforma es cada vez más compleja y más cara, no puede perderse en cada misión. Rusia está, por obligación más que por elección, migrando hacia una flota que se parece más a una aviación no tripulada persistente que a un almacén infinito de proyectiles baratos.

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El límite ruso. La ventaja operativa de estos sistemas avanzados es evidente: navegación inmune a interferencias, ópticas térmicas con zoom digital, enlaces de largo alcance y capacidades semiautónomas permiten desarrollar ataques más precisos y adaptables. 

Sin embargo, Rusia paga un precio operacional: todo dron que debe regresar a su base ve su tiempo disponible en zona de combate reducido a la mitad. El ciclo de vuelo se acorta, la ventana de ataque se estrecha y la exposición a defensas ucranianas se amplía. Es la paradoja del dron reutilizable: más valioso, más capaz y más vulnerable al desgaste logístico. Pero Moscú no tiene alternativa. Sin reposición masiva, la supervivencia del dron se convierte en un recurso estratégico.

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Ucrania rompe el ciclo. Y mientras Rusia intenta alargar la vida de sus drones para sobrevivir al bloqueo tecnológico, Ucrania está haciendo saltar por los aires la lógica misma de la guerra de desgaste con una herramienta digital que convierte cada sensor del frente en un disparador potencial. Antes, localizar un objetivo ruso, verificarlo, transmitirlo y asignarlo a una unidad podía llevar hasta setenta y dos horas, tiempo suficiente para que cualquier vehículo, pieza de artillería o depósito se desplazara o camuflara. 

Ahora, con Delta (el sistema de gestión de batalla creado e iterado durante dos años de guerra real) ese ciclo se reduce a dos minutos en condiciones óptimas. Delta integra imágenes satelitales, radares, drones de reconocimiento, observadores de primera línea y datos de múltiples ramas en un mapa interactivo que muestra al instante dónde están las fuerzas propias y enemigas. Operando con estándares OTAN, alojado en la nube y usado ya por el 90% de las unidades ucranianas, Delta convierte la guerra en un proceso digitalizado y casi automático: ver, marcar, asignar y disparar.

Drones que “viven” demasiado. La consecuencia es devastadora para Moscú. Sus drones reutilizables, más complejos y costosos, sobreviven gracias a no malgastarse en ataques suicidas, pero al mismo tiempo se enfrentan a un campo de batalla donde cada exposición, cada despegue y cada retorno puede ser detectado, procesado y atacado en cuestión de segundos

El viejo refugio ruso (mover posiciones entre un día y el siguiente) deja de existir cuando un FPV ucraniano puede despegar, recorrer kilómetros y golpear en menos de tres minutos, o una batería de 155 mm puede abrir fuego minutos después de recibir coordenadas verificadas. Incluso los sistemas de largo alcance, que requieren planificación y preparación, ahora se benefician de un flujo de inteligencia que nunca duerme: la latencia ya no es estratégica, solo técnica.

El kamikaze en extinción. El resultado conjunto de ambas transformaciones (la transición rusa hacia drones que deben sobrevivir y la transición ucraniana hacia un sistema que mata en minutos) altera la naturaleza de la guerra de drones. Los kamikazes rusos no desaparecen por falta de utilidad, sino por falta de reposición

Y los drones que sobreviven deben ahora enfrentarse a un entorno donde la supervivencia depende menos de su robustez y más de escapar de un ciclo de detección que opera a velocidad digital. Lo que antes era una guerra de saturación ahora es una guerra de precisión instantánea. Y en esa ecuación, surge una nueva paradoja: cada dron reutilizable ruso vale más… justo cuando Ucrania puede destruir más rápido que nunca todo lo que logra ver.

Imagen | Telegram, Dmytro Smolienko/Ukrinform, RawPixel

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