Subes una foto, pones algunos datos, le das a buscar y voilà: descubres que tu pareja te está poniendo los cuernos

“Ojo de loca no se equivoca”, gritó una celebridad de la televisión que se convirtió en meme por esa frase. Y quizá tenía razón. Solo que hoy esa intuición ya no depende del olfato, sino de la inteligencia artificial. Donde antes bastaba con un perfume sospechoso o un mensaje a deshoras, ahora hay algoritmos que rastrean rostros, ubicaciones y perfiles con una precisión que haría temblar al mejor detective privado. En la era del amor digital, hasta detectar los cuernos se ha actualizado con una nueva app: Cheater Buster.
Antes conocida como Swipebuster, esta aplicación nació en 2016 con una promesa directa: permitirte saber si tu pareja tiene un perfil activo en Tinder, la app de citas más usada del mundo. Su funcionamiento es sencillo: el usuario introduce el nombre, la edad aproximada y una ubicación. En cuestión de minutos, la plataforma rastrea Tinder en busca de coincidencias.
Lo inquietante llega con su última actualización: reconocimiento facial. Según la propia compañía, ahora basta con subir una foto para que el sistema busque perfiles visualmente similares, incluso si el usuario usa un nombre falso o un alias distinto.
“Aprendimos que la gente quiere respuestas, no sospechas”, explican desde la web oficial. Por un precio que ronda los 17,99 € por búsqueda, la app ofrece datos como la última conexión, el lugar donde se usó Tinder por última vez, la fecha de creación de la cuenta e incluso si el perfil tiene suscripción premium (Tinder Gold o Platinum). Todo sin necesidad de tener cuenta en Tinder. El servicio presume de una precisión del 97-99%, y una política de privacidad minimalista: solo requiere un correo electrónico para operar. “Mientras que puede parecer engañoso usar una app para atrapar a un infiel, también lo es engañar a alguien”, defienden sus creadores.
La industria de los celos digitales
Cheater Buster no está sola. Existen decenas de aplicaciones y plataformas que promueven la vigilancia romántica. Según el portal legal Versus Texas, vivimos en una era de infidelidad digital, donde los engaños “ya no requieren moteles ni llamadas secretas”, sino apps que se camuflan como calculadoras, gestores de archivos o incluso lectores de noticias. Entre las más ocultas, según ese medio, están:
- Calculator Pro+ o KYMS, que aparentan ser simples utilidades matemáticas, pero ocultan galerías secretas de fotos o chats cifrados.
- Telegram y Signal, que permiten conversaciones con mensajes autodestructivos.
- CoverMe, que ofrece números de teléfono falsos y funciones de “bloqueo por sacudida”.
El fenómeno ha llegado incluso al entretenimiento viral. En redes sociales, creadores como Jorge Cyrus, con su serie Exponiendo Infieles, muestran hasta qué punto la investigación digital se ha convertido en una forma de espectáculo. En uno de sus últimos vídeos, por ejemplo, descarga los datos de una cuenta de Netflix (con permiso de la usuaria) para rastrear las direcciones IP utilizadas por su pareja y, mediante ChatGPT y bases públicas, determina que el novio no estaba en Almería, sino en Valencia. La tecnología doméstica convertida en detective sentimental.
Pero el problema va más allá del cotilleo. En redes sociales cada clic, like o búsqueda deja un rastro. Vivimos en un ecosistema donde la privacidad es una ilusión. Basta con un número de teléfono (como le ocurrió a mi compañero) o una cuenta de redes sociales para reconstruir la identidad digital de una persona y acceder a información sobre su vida amorosa, su ubicación o sus intereses. A partir de aquí entramos en el terreno de la “sombra digital”: incluso los datos borrados o antiguos pueden persistir en servidores y bases de datos invisibles.
La cultura de la vigilancia cotidiana
Este exceso de exposición convierte a todos en potenciales vigilantes, ya no hace falta ser hacker para descubrir una infidelidad. Hoy, cualquiera con tiempo y curiosidad puede seguir la pista de una pareja a través de su actividad digital, sus conexiones o su último “en línea”.
Estudios recientes alertan de la creciente normalización de estas prácticas. Uno de ellos, publicado bajo el título I’m not for sale, revela que muchos usuarios jóvenes no comprenden el alcance real del rastreo de datos personales, especialmente los de ubicación. Otro trabajo, A Systematic Survey of Unintentional Information Disclosure, documenta cómo pequeñas acciones cotidianas —subir una foto, comentar una publicación, dar “me gusta”— pueden revelar patrones de comportamiento íntimos sin intención consciente.
El fenómeno no solo afecta al amor, sino a nuestra noción de intimidad. Según el ISACA, más del 60% de los usuarios globales está dispuesto a sacrificar parte de su privacidad “a cambio de confianza o transparencia”. Esa lógica, aplicada a las relaciones, explica la creciente normalización del espionaje consentido: revisar el móvil de la pareja, compartir contraseñas, usar apps para rastrear ubicaciones.
Pero el límite ético es difuso. ¿Hasta qué punto es legítimo usar inteligencia artificial para confirmar una sospecha? Un estudio de Oxford muestra que las decisiones mediadas por IA pueden distorsionar nuestra percepción de lo que es ético o aceptable, especialmente en contextos emocionales. Si un algoritmo nos sugiere que alguien miente, ¿somos más propensos a creerlo sin pruebas humanas? El sociólogo británico Toby Paton, director del documental de Netflix sobre Ashley Madison, lo resumía así: “La infidelidad no la inventó internet, pero la hizo cuantificable. Hoy, el engaño deja metadatos”.
Además, expertos en privacidad advierten que subir la foto de otra persona sin su consentimiento a una base de datos de reconocimiento facial puede vulnerar el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) europeo, que considera este tipo de información un dato biométrico especialmente sensible.
En este contexto, herramientas como Cheater Buster despiertan tanto fascinación como inquietud. Su interfaz limpia y su promesa de “tranquilidad emocional” ocultan un debate profundo: ¿hasta qué punto podemos —o debemos— vigilar a quien amamos? El dilema moral se multiplica cuando recordamos que estas búsquedas pueden hacerse sin consentimiento. Aunque la app asegura no almacena datos sensibles, el simple hecho de subir una foto de otra persona a una base de reconocimiento facial ya vulnera principios básicos de privacidad.
La sospecha amorosa ha existido siempre, pero hoy tiene soporte en gigabytes y coordenadas GPS. La tecnología no inventó la infidelidad, solo la hizo más fácil de probar. Quizá, como sugiere el documental de Netflix sobre Ashley Madison, lo más inquietante no sea que estas herramientas existan, sino que reflejan una verdad incómoda: que la fidelidad ya no depende solo de la voluntad, sino también del grado de transparencia digital que estamos dispuestos a aceptar. En el amor contemporáneo, el corazón late al ritmo del algoritmo. Y a veces, la línea entre el amor y la vigilancia es tan fina como un “última vez en línea”.
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