Los vaqueros de Japón se han convertido en un bien de lujo. El problema es que se está quedando sin manos para tejerlos
Japón ha entrado en una fase demográfica inédita para una economía avanzada: la jubilación masiva de la generación que sostuvo su industria coincide con una joven demasiado pequeña (y poco dispuesta) para ocupar los oficios que esa economía exige para seguir funcionando. En el papel, la demanda global de ciertos bienes fabricados en el país nunca fue tan alta pero, en la sala de máquinas, quienes saben producirlos están envejeciendo sin sustitutos.
Tejido convertido en lujo. El denim japonés, tejido lento, denso y teñido a base de índigo natural en ciclos repetidos, goza de un momento de consagración mundial: Dior, Balenciaga y otras casas de lujo lo incorporan, celebridades lo exhiben, el mercado proyecta crecer más de 85% hasta 2035 y el turismo (apoyado por un yen débil) triplica ventas en la “Jeans Street” de Kojima.
Para una industria que había sido vaciada por décadas de importaciones baratas, el retorno de la demanda no es marginal sino cultural: el valor reside en la textura, la manera en que el índigo envejece y en esa suerte de aura de exclusividad que resulta de la escasez real y no cosmética. De hecho, marcas con web solo en japonés y sin exportación directa incrementan ese soplo de rareza y precio.
Sin oficio cuando más se demanda. El apogeo ha llegado cuando la base productiva colapsa: quedan apenas medio centenar de artesanos en el corazón fundador del selvedge japonés, la edad media roza los setenta, y los aprendices duran meses antes de abandonar por ruido, calor, grasa, disciplina y lentitud.
Contaba Bloomberg que la curva de destreza no es lineal: se necesitan de seis meses a cinco años para operar el telar y hasta una década para mantenerlo y repararlo. Con la generación maestra entrando en retirada y los empresarios sin ancho de tiempo para transmitir el oficio, la continuidad se rompe por calendario, no por mercado.

Tecnología antigua. Los telares lanzadera de principios del XX (hoy reliquias) permiten el borde continuo que da el “selvedge” y la densidad de trama que produce una caída, tacto y envejecimiento inconfundibles en la tela. Japón llegó a tener 300.000 máquinas de este tipo.
¿El problema? Hoy quedan menos de 400 operativas, un tercio bajo una sola firma. Para mantenerlas hay que sacar piezas de otras máquinas ya paradas y trabajar a un ritmo que no encaja con la industria actual. No se pueden sustituir por automatización sin perder justo lo que el cliente paga: un acabado que solo da el tiempo sobre un tejido hecho lento.
Lo auténtico se paga. Plus: el que paga por este denim no busca solo el tacto, sino un producto que tarda en hacerse, que envejece bien y no depende de la rotación rápida de la moda. Dicho de otra forma, esta preferencia encaja con el rechazo al fast-fashion y con un giro hacia objetos pensados para durar.
Las señales son muchas y claras: Levi’s vende líneas “Blue Tab” al doble de un 501 normal, Kapital coloca vaqueros de varios cientos o miles de dólares, y fondos ligados a la todopoderosa LVMH invierten en marcas de Kojima.
El problema de envejecer. Japón está envejeciendo más rápido de lo que da tiempo a enseñar el oficio. Las fábricas tienen pedidos de sobra, pero no consiguen contratar ni formar sustitutos. Los dueños viajan y gestionan, pero no tienen horas para enseñar, y las máquinas se irán perdiendo por falta de piezas y de manos que sepan mantenerlas.
Si la deriva sigue así, el problema no será que falte demanda sino capacidad: en unos diez años (según los propios fabricantes) ya no se podrá hacer este tipo de producto porque no quedarán ni los técnicos ni las máquinas en condiciones de trabajar.
No existen los atajos. La paradoja final es que el boom del sector no parece que vaya a salvar el oficio, más bien lo acelera hacia el límite: cuanto más crece la demanda, más se exprime a las pocas manos que quedan y menos tiempo queda para enseñar a otros.
Así, el mundo del denim japonés está ante una inquietante elección: frenar el ritmo para transmitir el oficio (aunque eso implique perder ventas a corto plazo) o explotar a la última generación hasta agotarla, sabiendo que eso dejaría un producto que posiblemente desaparecerá, no por falta de mercado, sino porque ya nadie podrá hacerlo.







