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Ha llegado un nuevo ejército a poner orden en el Ártico: un escuadrón de F-35 que no pertenece ni a China, ni a Rusia ni a EEUU

En el mes de enero se conoció el plan B de Estados Unidos en el Ártico una vez que parecía que “lo de Groenlandia” no iba a ser tan fácil: una cueva submarina en Noruega. Dos meses más tarde, ocho rompehielos daban fe de que Rusia también estaba allí, y en agosto, ambas naciones miraban con sorpresa la llegada de cinco rompehielos con la bandera de China

Ahora, a la congregación se ha añadido un escuadrón de F-35… de un cuarto aspirante.

Nuevo eje estratégico. Lo hemos ido contando a lo largo del año. El Ártico ha dejado de ser un espacio remoto para convertirse en un teatro central de poder: un lugar donde la geografía dicta las reglas, la meteorología pone límites humanos y la proximidad entre plataformas militares convierte cada kilómetro en una posible avenida de ataque o de vigilancia. Lo que antes era mapa y ciencia ahora es política de Estado.

Desde la cubierta del Nunalik (un carguero que recorrió miles de km sorteando growlers y tormentas para entregar material a la red de inteligencia más septentrional de Canadá) emergen lecciones brutales: la presencia en el norte no se improvisa, se construye con infraestructura, logística especializada y voluntad presupuestaria sostenida. El hecho de que una entrega pueda demorarse por 48 horas porque los estibadores han cerrado un fin de semana, o que un ancla de 2,5 toneladas termine arrastrando una cadena de 180 metros entre icebergs, ilustra la aritmética básica del Ártico: la distancia y el clima son enemigos permanentes de cualquier proyecto de defensa.

Logística y fragilidad. Recordaban en The Wall Street Journal que mantener bases como la de Pituffik o Alert (esta última a apenas 800 km del Polo Norte) supone lidiar con ventanas estacionales muy estrechas: los sealifts (operaciones de aprovisionamiento por mar) son posibles solo cuatro o cinco meses al año, los aerotransportes deben cubrir lo invisible, y una sola pieza faltante puede retrasar trabajos cruciales un año entero. Comunidades inuit, pistas heladas que requieren mantenimiento constante, plataformas satelitales y cables submarinos conforman una red en la que cualquier eslabón débil pone en riesgo el conjunto. 

Así, si en la costa se encuentran criaturas como el buey almizclado y osos polares, detrás de las pistas y radares hay además vidas humanas que dependen de aprovisionamientos puntuales, y errores como el accidente aéreo de 1991 que costó vidas en la aproximación a la base de Alert recuerdan que la logística ártica no es una variable técnica sino una cuestión de supervivencia.

Thule Air Base Aerial View

Vista de la base aérea de Thule

Ventaja rusa y ventana occidental. Geográficamente, Moscú parte con ventajas objetivas: la península de Kola alberga la Flota del Norte, sistemas nucleares lanzables por rutas árticas y una profundidad de despliegue que Occidente tardó décadas en erosionar. No obstante, el debilitamiento de parte de las fuerzas terrestres rusas tras la guerra en Ucrania ha abierto una ventana para que aliados reconstruyan capacidades en el norte. La pregunta es si aprovecharla con rapidez y coherencia. 

Los aliados occidentales se enfrentan a la tarea de recuperar terreno estratégico casi desde cero: las lecciones aprendidas en Afganistán o el Sahel no son directamente exportables a una región de oscuridad polar, tormentas de nieve y hielo que hace crujir incluso a los buques mejor preparados. Si no se cierran esas brechas, la ventaja rusa y/o la aparición de actores foráneos harán que la disuasión occidental sea, más que una política, un requerimiento tecnológico urgente.

Rompehielos ruso

Rompehielos ruso

Hipersónicos, sensores y más. El desafío no es solamente estar presentes, sino detectar y anticipar. Los misiles hipersónicos (trayectorias impredecibles y velocidades de al menos Mach 5) ponen en jaque las redes de radares tradicionales, y han empujado a Ottawa a comprometer 6.000 millones de dólares canadienses (en colaboración con Australia) para radares de horizonte lejano y a Washington a acelerar sensores espaciales que rastreen vectores balísticos e hipersónicos desde órbita. 

Dicho de otra forma: detectar es una condición necesaria para disuadir, y sin detección temprana no hay respuesta. El problema, apuntaban en el Journal, es que la tecnología no es la panacea: requiere integración logística, centros de datos, puestos de mando resilientes y un mantenimiento continuo que el clima polar vuelve prohibitivamente caro si no se planifica a largo plazo.

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Dinamarca en primera línea. Y en ese tablero donde ya se encuentran las banderas de China, Rusia y Estados Unidos se inscribe la decisión reciente de Copenhague: 8.700 millones de dólares para elevar la flota de F-35 a 43 aparatos y 4.200 millones dedicados expresamente a reforzar la seguridad ártica, con un cuartel conjunto en Nuuk, dos nuevas naves, patrulleros marítimos, aviones de vigilancia y unidades en el territorio polar. 

Dinamarca mezcla la compra de tecnología estadounidense con la voluntad de actuar como garante regional, impulsada tanto por la presión aliada como por el revuelo ocasionado por la idea (proclamada por Trump en enero) de “comprar” Groenlandia. El paquete muestra dos cosas: la primera, que los estados europeos están dispuestos a gastar sumas considerables en sistemas avanzados de proyección y detección. La segunda, que la soberanía y la presencia territorial se han convertido en moneda de cambio geopolítica, donde la fuerza aérea y las capacidades navales son piezas no sólo militares sino diplomáticas.

Soberanía local y críticas. No solo eso. La ampliación de la presencia militar en Groenlandia no ocurre en el vacío. Voces locales, representadas por figuras como Aleqa Hammond, ex primera ministra groenlandesa, reprochan a Copenhague que decida sin consultar suficientemente a las 57.000 personas de la isla, recordando que la militarización afecta modos de vida y recursos compartidos. 

Además, la presión sobre ecosistemas frágiles y la necesidad de respetar derechos indígenas hacen imprescindible combinar seguridad con escucha y compensación real. Si el Ártico es un tablero estratégico, también es un hogar: las decisiones sobre bases, radares y rutas de rompehielos deben incorporar la dimensión social y ambiental o arriesgan legitimar tensiones internas que erosionen cualquier base militar a largo plazo.

Costes, industrias y alianzas. Plus: construir presencia en el norte no es solo comprar cazas y tender radares. Recordaba la BBC que exige astilleros que fabriquen rompehielos, buques de carga polar, líneas de mantenimiento para pistas heladas, contratos sostenidos con operadores y, sobre todo, la voluntad política de sostener gasto recurrente. 

La modernización de NORAD, la coordinación entre Canadá, Estados Unidos, Reino Unido y países nórdicos, y la incorporación de socios como Australia configuran una coalición que busca cerrar lagunas tácticas y estratégicas. Una inversión que debería ir acompañada de capacitación humana, doctrina específica del frío y adaptación industrial: la demanda logística que genera la seguridad ártica dará trabajo a empresas de transporte polar, empresas de logística y centros de mantenimiento, devenidos ahora pieza clave del esquema defensivo.

Un operativo de décadas. Si se quiere también, la metáfora del Nunalik enseña que las grandes decisiones en el Ártico se estrellan o sobreviven según la paciencia, la previsión y la robustez de la planificación. Occidente está despertando, quizás tarde, pero no exento de recursos: dispone de tecnología, alianzas y capital político reciente para acelerar proyectos. 

Queda, sin embargo, la prueba de sostener estos compromisos cuando el interés público se diluya y los costes recurrentes se hagan notar en presupuestos domésticos. Defender el Ártico exige no solo radares y cazas, sino cultura organizativa, logística y una política que combine disuasión, consulta a las poblaciones locales y protección ambiental.

Imagen | RawPixel, RawPixel, U.S. Air Force, GRID-Arendal

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