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El mayor problema de China no es EEUU. Es un "virus" que avanza a una velocidad sin precedentes y amenaza con vaciar sus fábricas

En septiembre, y frente a un dato ofrecido por Naciones Unidas que ponía en jaque el futuro de la economía china, Pekín se defendía con una oportunidad de futuro: la IA. Entre medias, quedaba por ver quién tenía razón. Porque el principal problema de la economía que mueve los hilos del planeta son puras matemáticas aplicadas a un futuro cercano y de lo más incierto. 

Uno que indica que, más pronto que tarde, su población de va a hundir en picado.

Contra uno mismo. La crisis demográfica que hoy sacude a China es, en buena medida, el resultado de una política que funcionó demasiado bien: la campaña de control de la natalidad iniciada en los años setenta y cristalizada en la política de hijo único de 1979. Lo que comenzó como una intervención estatal para contener un crecimiento poblacional que se consideraba insostenible terminó moldeando comportamientos, expectativas y estructuras familiares durante generaciones.

Las esterilizaciones, las multas y los abortos forzados no solo redujeron las cifras de nacimientos, sino que inhibieron el hábito cultural de la reproducción masiva, y cuando el Estado comenzó a relajar las normas (permitiendo dos hijos en 2016 y tres en 2021) la respuesta social ya no era la misma: la tasa de fecundidad descendió de 1,77 hijos por mujer en 2016 hasta 1,12 en 2021, y las tímidas medidas de incentivo apenas han revertido la curva.

El coste real de criar. Detrás de los números hay decisiones cotidianas. El cálculo económico de formar una familia en China es, como en tantos otros sitios, considerable: estudios estiman que criar a un hijo desde el nacimiento hasta el fin de su educación universitaria puede costar en promedio unos 75.000 dólares, y en ciudades como Shanghái esa cifra se dispara hasta aproximadamente 140.000 dólares. Esos precios, unidos a jornadas laborales largas, mercado de vivienda caro y expectativas profesionales, explican por qué muchos jóvenes (especialmente mujeres) eligen no tener hijos

Encuestas y testimonios recogidos muestran que para muchas personas la maternidad equivale hoy a una renuncia profesional y personal que no están dispuestas a asumir: “No quiero hacerme la idea de sacrificar mi vida”, resume una ejecutiva de Hangzhou en el Washington Post, y esa súplica por el tiempo y la autonomía personal es una de las razones por las que los subsidios simbólicos del gobierno (por ejemplo, unos 500 dólares al año para los primeros tres años) resultan insuficientes para revertir la tendencia.

Construction Worker Flickr Saad Akhtar

Sin bodas y soluciones. Lo hemos ido contando. El declive demográfico se ve acelerado por la caída del matrimonio: en 2024 apenas 6,1 millones de parejas registraron su unión, frente a los 13,5 millones de 2013, un dato que funciona como predictor de nacimientos futuros cuando la tasa de partos fuera del matrimonio es marginal. 

El Estado no solo ofrece incentivos económicos y cursos universitarios sobre “cómo ligar”, sino que ha vuelto a una conducta intrusiva: funcionarios presionan a recién casadas sobre sus planes de embarazo y controlan la conversación pública sobre el matrimonio en los medios. Es un gesto de urgencia que choca con la autonomía de la generación Z, crecientemente individualista, para la cual casarse y procrear ya no son mandatos sociales sino opciones (entre muchas). Esa tensión entre política pronatalista y cambio cultural explica por qué medidas coercitivas del pasado no parecen traducirse hoy en mayores nacimientos.

Envejecimiento acelerado. Mientras nacen menos chinos, la población mayor continúa creciendo: la esperanza de vida sube y la pirámide poblacional se invierte, lo que plantea un reequilibrio brutal en las cuentas públicas. Las proyecciones señalan que en las próximas décadas la proporción de ancianos se duplicará, con una presión colosal sobre pensiones, asistencia sanitaria y cuidados de larga duración financiados por una base contributiva cada vez más estrecha. 

Demógrafos advierten que ese fenómeno puede desencadenar un círculo vicioso: más recursos destinados a ancianos implican menos apoyo público para familias jóvenes, lo que retrae aún más la fecundidad. Para 2100, según cálculos de organismos internacionales, habrá más personas fuera de la vida laboral que dentro de ella, un escenario con implicaciones económicas y políticas de alcance sistémico.

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La fábrica del mundo mengua. El problema no es solo cuantitativo sino cualitativo: la fuerza laboral que hizo de China la fábrica del planeta (nacidos entre 1960 y 1980, con disposición a trabajos industriales) no tiene sustituto cultural en generaciones posteriores que rehúyen el trabajo fabril. Al mismo tiempo, la proporción de la manufactura china en el total mundial (hoy situada en torno al 30%) se verá forzosamente reducida si la demografía agota la oferta laboral. 

La respuesta oficial a corto plazo es la automatización, apostar por robots e inversión en productividad, pero la sustitución no funciona igual en todos los sectores: servicios, cuidado y ciertas ramas intensivas en mano de obra seguirán demandando humanos. La consecuencia es que empresas manufactureras ya detectan presión competitiva en precios y en costos laborales, y algunos observadores señalan que el relevo industrial podría desplazarse hacia la India, el sudeste asiático, México o Europa del Este, con efecto multiplicador sobre cadenas de suministro globales.

Política y resistencia al extranjero. Recordaban en el Post que una palanca que en otros países aliviaría el déficit de fuerza laboral (la inmigración) choca en China con tabúes de homogeneidad cultural y consideraciones políticas que dificultan la adopción de políticas migratorias amplias. Eso fuerza las opciones del gobierno y lo obliga a confiar en incentivos internos y en la robotización

La tensión entre la necesidad económica de mano de obra y la preferencia por mantener la cohesión cultural sitúa a Pekín en un dilema estratégico: o abraza migraciones más amplias (con todos los desafíos de integración que ello implicaría) o acelera la reconversión productiva y el desplazamiento de sectores que dependan menos del factor trabajo.

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Medidas del estado. Ante el abismo, Beijing ha ido introduciendo medidas: relajación de la política familiar, subvenciones, campañas públicas para promover el matrimonio y la natalidad, y programas fiscales limitados. Pero los expertos subrayan que las políticas tardías raramente reordenan comportamientos ya fijados por décadas. 

Louise Loo y otros economistas estiman que la reducción de la fuerza laboral podría restar alrededor de 0,5 puntos porcentuales al crecimiento anual del PIB en la próxima década, una mordida significativa para una economía que necesita crecer para absorber deudas y financiar su modernización. El desafío es que la demografía actúa en plazos largos: las cohortes nacidas hoy empezarían a integrarse en el mercado laboral en veinte años, por lo que las políticas actuales deben ser sostenidas y coherentes, no parches puntuales.

Impacto global. Qué duda cabe, el declive de la producción china tendría efectos en todo el mundo: desde aumentos de coste en bienes de consumo (teléfonos, calzado, vehículos eléctricos) hasta presiones inflacionarias por la menor eficiencia manufacturera. Plus: la pérdida relativa de capacidad industrial reduciría la influencia estratégica de Pekín en las cadenas de valor globales y en sectores críticos, lo que podría reconfigurar geoestrategias y alentar la relocalización industrial acelerada por políticas arancelarias y acuerdos comerciales. 

Algunos analistas incluso añaden una pica más y advierten también sobre el efecto en la propia seguridad nacional china: una economía que mengua su base laboral y necesita mayores recursos para cuidar a ancianos verá tensionadas sus prioridades internas y externas, con consecuencias políticas impredecibles.

Un problema transversal. En definitiva, la crisis demográfica china no es un asunto de simples cifras de nacimientos, es una fractura estructural que atraviesa la economía, la cultura y la política. Para los analistas, revertirla (si es posible) exige reformas laborales, políticas de conciliación mucho más ambiciosas, reconsideración del papel de la inmigración, inversiones en tecnología con redistribución social y una estrategia fiscal que redistribuya cargas entre generaciones. 

Si se quiere, China afronta ahora la fase más difícil de su modernización: no la de pasar de pobre a industrial, sino de transformar una sociedad construida sobre décadas de control demográfico en otra capaz de sostener su prosperidad con menos brazos, más longevidad y nuevas aspiraciones personales. Mientras, el tiempo corre en contra: la política demográfica obliga a pensar en horizontes de medio siglo, y la pregunta que queda flotando es si Pekín tiene la flexibilidad política y la paciencia histórica para navegar ese laberinto sin sacrificar la cohesión social ni la ambición internacional que ha guiado su ascenso.

Imagen | PXHere, Saad Akhta, Alexander Müller, longtrekhome

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