El nuevo rostro del acarreo: Claudia Sheinbaum y el simbolismo del poder en las plazas llenas

El Hsmeador
Análisis político – Ciudad de México, 5 de octubre de 2025
El Zócalo volvió a ser el termómetro político de México. Cientos de miles de personas —según cifras oficiales, más de 400 mil— acudieron este domingo al Primer Informe de Gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo. Una postal de respaldo multitudinario que recordó inevitablemente a los tiempos dorados del priismo, cuando el poder se medía en plazas llenas, vítores ensayados y transporte organizado.
Sheinbaum, sin embargo, quiso proyectar lo opuesto: un movimiento vivo, voluntario, emanado del pueblo y sin rastro de coerción. Pero entre los aplausos y los discursos, resurgió una vieja pregunta: ¿cuándo la movilización política deja de ser participación y se convierte en acarreo?
El acarreo: de práctica priista a ritual de la legitimidad
El acarreo fue, durante décadas, la coreografía perfecta del poder autoritario mexicano. Gobernadores, sindicatos, líderes campesinos y organizaciones sociales movilizaban a miles de personas para llenar plazas donde el presidente en turno confirmaba su dominio político.
Era una demostración de fuerza vertical, una liturgia del control. Las masas no eran espontáneas: eran convocadas, transportadas, alimentadas y alineadas. A cambio, se renovaban pactos de poder, favores o presupuestos.
Hoy, el contexto es distinto, pero la forma conserva ecos del pasado. La Cuarta Transformación ha convertido los eventos masivos en un símbolo de legitimidad popular y continuidad del movimiento obradorista. Lo que antes fue obediencia política, hoy se presenta como identidad de clase y lealtad ideológica. Pero el mecanismo —la movilización organizada— sigue ahí, con nuevas narrativas.
El Zócalo como espejo
La concentración de este domingo fue, sin duda, una muestra de capacidad política. Que el Zócalo vuelva a llenarse bajo otro liderazgo femenino y civil, no militar ni sindical, es un hecho histórico.
Sin embargo, el aparato logístico detrás de la multitud fue evidente: autobuses provenientes de varios estados, coordinadores de contingentes y distribución de mantas y banderas.
El gobierno lo llama “organización ciudadana”. La oposición, “acarreo disfrazado”. Ambos tienen parte de razón. En política, las masas rara vez se mueven sin estructura; lo decisivo es si esa estructura nace de la voluntad o de la conveniencia.
De la obediencia a la adhesión
El cambio fundamental entre el viejo PRI y el Morenismo radica en la narrativa de la participación. En los tiempos priistas, las masas eran una extensión del Estado. Hoy, el discurso oficial reivindica la idea de que el pueblo se moviliza por convicción, no por obligación.
Sin embargo, el límite es difuso. La permanencia de redes clientelares, operadores políticos y beneficiarios de programas sociales crea un terreno ambiguo, donde la lealtad ideológica se entrelaza con la dependencia institucional.
El acarreo moderno no necesariamente implica coerción o pago directo. A veces basta con la inercia política: el servidor público que “debe” asistir, el comité vecinal que “acompaña”, el transportista que “coopera”. La estructura es la misma, pero su justificación ha cambiado.
El poder también se mide en imágenes
En el Zócalo no sólo se rindieron cuentas, se construyó una imagen. Sheinbaum habló de honestidad, justicia y continuidad, mientras a su alrededor ondeaban miles de banderas de Morena. La multitud, más que una audiencia, fue parte del mensaje.
Llenar la plaza se convirtió en un acto de legitimación simbólica. En la era de las redes sociales, donde las percepciones pesan más que los números, un Zócalo repleto se traduce en narrativa de fuerza, unidad y confianza. Es el equivalente contemporáneo del “carro completo” priista: la demostración visual de que el poder sigue siendo del pueblo… o al menos, así se presenta.
El dilema ético y político
El debate sobre el acarreo no es una discusión técnica, sino moral. Si la asistencia masiva es espontánea, es expresión democrática. Si es inducida, es manipulación política.
En un país donde la desigualdad y la dependencia institucional persisten, la línea entre ambas sigue siendo borrosa.
Sheinbaum, en su discurso, prometió que en su gobierno “quien robe o traicione al pueblo enfrentará la justicia”. Sin embargo, el reto ético de su administración no sólo será combatir la corrupción financiera, sino también evitar la reproducción simbólica del viejo autoritarismo en nombre de la transformación.
El acarreo como espejo del sistema
Más que un acto aislado, el Zócalo lleno refleja la continuidad de una tradición política que México no ha logrado superar: la necesidad de mostrar fuerza a través de la multitud.
Sheinbaum encarna un nuevo liderazgo, más técnico, con rostro civil y discurso social. Pero el sistema que la rodea aún se alimenta de viejas inercias: la movilización como prueba de poder, la masa como legitimidad visual.
En ese espejo donde el acarreo se disfraza de convicción se refleja el dilema central del México actual: ¿puede la nueva era romper con las prácticas del pasado sin renunciar a sus símbolos
