Tras la industria del pelo, Turquía se está convirtiendo en una potencia de algo bastante más extremo: pagar por crecer

En un hotel a las afueras de Estambul, un hombre escucha la alarma de su teléfono y sonríe. Es la hora de girar la llave que separa las varillas metálicas incrustadas en sus fémures. El procedimiento parece sacado de una mazmorra medieval, pero para Frank —paciente de 38 años— significa acercarse, milímetro a milímetro, a su sueño: dejar de sentirse bajo. Según relató a The Guardian, cada giro le provoca un dolor intenso y, sin embargo, insiste en hacerlo más veces de lo recomendado para ganar unos centímetros extra.
Turquía, la nueva meca de los centímetros. El país ya era famoso por el turismo médico de injertos capilares. Ahora suma algo mucho más extremo: la cirugía de alargamiento de piernas con fines estéticos. Lo que nació como una técnica para corregir deformidades óseas atrae hoy a pacientes de Arabia Saudí, Japón, Australia y toda Europa. Según la clínica Wanna Be Taller, llegan dispuestos a pagar decenas de miles de dólares por la promesa de crecer.
En un extenso reportaje para The Guardian citaban a una consultora india que proyecta que el mercado global alcanzará los 8.600 millones de dólares dentro de cinco años. El atractivo de Turquía reside en su precio, ya que con 32.000 dólares, incluye hospitalización y meses de fisioterapia, frente a los 50.000 a 150.000 dólares que puede costar en Reino Unido o Estados Unidos. El doctor Kevin Debiparshad, fundador de la clínica LimbplastX en Las Vegas, contaba a GQ que el negocio se ha disparado desde la pandemia, con hasta 50 nuevos pacientes al mes. Sus clientes incluyen ingenieros de Google, Amazon y Microsoft, además de ejecutivos, médicos y hasta celebridades.
El último prejuicio aceptable: ser bajo. ¿Por qué arriesgarlo todo por unos centímetros? Los testimonios recogidos por diferentes medios apuntan siempre en la misma dirección: la estatura sigue siendo un estigma social. En un artículo para Vice, un joven de 17 años lo resumía sin rodeos: “La única razón por la que alguien se alargaría las piernas es por las mujeres”. Otro paciente aseguraba en The Guardian que “ser bajo es el último prejuicio aceptable en la sociedad moderna”.
La evidencia respalda estas sensaciones. Un estudio australiano de 2009 recogido por GQ mostró que los hombres bajos ganan menos que sus compañeros altos y tienen menos opciones de ascenso laboral. En los Países Bajos, otra investigación reveló que solo en un 7,5% de las parejas la mujer supera en altura al hombre. Incluso Tinder llegó a probar filtros de altura, según The Guardian.
Y es que la obsesión se puede convertir en patología. Elaine Foo, entrevistada por la BBC, confesaba que desde la adolescencia sufría una fijación: “Ser más alta significa más hermosa, más oportunidades”. Los psiquiatras lo llaman dismorfia corporal: una fijación con defectos imaginados en la apariencia.
Un procedimiento en sí brutal. Aunque hoy se vende como un procedimiento estético, la técnica se originó en los años 50 en la Unión Soviética. El cirujano Gavriil Ilizarov ideó un método para reparar fracturas y corregir deformidades. El principio, como explica Mayo Clinic, es la osteogénesis por distracción: cortar un hueso y separarlo gradualmente para que el organismo genere tejido nuevo que rellene el vacío.
El proceso comienza con una osteotomía, el corte quirúrgico del hueso, generalmente fémur o tibia. Después, el cirujano coloca un dispositivo de alargamiento: un fijador externo (un armazón visible sujeto con clavos al hueso) o un clavo interno magnético (insertado dentro del hueso y controlado por un mando). A partir de ahí, la rutina diaria consiste en extender el dispositivo alrededor de un milímetro por día. El cuerpo responde rellenando ese espacio con hueso nuevo.
La fase de alargamiento dura de dos a tres meses. Luego llega la fase de consolidación, cuando el hueso se endurece, lo que puede tardar otros tres. En total, la recuperación completa supera fácilmente un año. Durante todo ese tiempo, los pacientes deben usar muletas o sillas de ruedas, someterse a fisioterapia intensiva y soportar un dolor constante.
Cuando crecer casi cuesta la vida. No todos logran su objetivo. Cómo recoge en The Guardian, el caso de Frank que viajó con la esperanza de pasar de 1,70 a 1,75 metros. En el proceso sufrió una embolia pulmonar causada por un coágulo de sangre y estuvo a punto de morir. Al final tuvo que detener el alargamiento en 7,3 centímetros, sin alcanzar su meta. El mismo medio reportó la muerte de un paciente saudí a los 16 días de la operación, también por un coágulo.
Sin embargo, el relato de Elaine Foo es aún más extremo. Según BBC, tras pagar 50.000 libras a una clínica privada en Londres, sufrió complicaciones sucesivas: un clavo metálico atravesó su fémur, los huesos no consolidaron y terminó sometiéndose a ocho cirugías en diferentes países. Ocho años después, arrastra problemas de movilidad, cicatrices permanentes y un trastorno de estrés postraumático.
Las complicaciones no son raras. Los riesgos incluyen infecciones en los clavos o incisiones, lesiones nerviosas, rigidez articular, dolor crónico y consolidación insuficiente del hueso, según advierte Cleveland Clinic.
La autoestima, el hueso más frágil. Más allá de los quirófanos, la pregunta es qué empuja a tantos hombres —y algunas mujeres— a someterse a una cirugía tan brutal. El doctor Dror Paley, pionero en este campo, lo resumió así para Vice: “Nos llevó mucho tiempo descubrir lo que los cirujanos plásticos sabían desde siempre: estaban tratando problemas de imagen corporal”.
El trasfondo realmente es una crisis de autoestima. The Guardian relata cómo Frank se sentía “casi maldito” por su baja estatura, convencido de que la sociedad favorece de forma invisible a los altos. En GQ, John Lovedale explica que lo hizo porque “la gente más alta parece que tiene el mundo a sus pies”. La mayoría de los pacientes son hombres, atravesados por una idea de masculinidad asociada al tamaño. Sin embargo, como recuerda el medio británico, también hay mujeres que recurren al procedimiento: algunas para alargarse y otras, en casos muy raros, para acortarse las piernas.
Entre el secreto y el estatus. Curiosamente, a pesar del sacrificio y el gasto, muchos pacientes prefieren ocultarlo. Según GQ, el 90% no revela a nadie que se operaron. Inventan historias: un accidente de esquí, una caída en la bañera, una fractura de cadera. Pero otros empiezan a exhibirlo como un signo de estatus: un youtuber asiático costeó la operación con bitcoins y documentó el proceso en redes sociales.
No obstante, en países como China, el Ministerio de Salud prohibió el alargamiento estético en 2006, alarmado por los riesgos. En Reino Unido, el NHS lo cubre solo en casos médicos, nunca por razones estéticas. Sin embargo, el negocio privado florece en Turquía y Estados Unidos, con pacientes que llegan de todos los rincones del mundo. Para los defensores, es un milagro médico que permite “elegir tu propia estatura”. Para los críticos, una barbarie moderna que mercantiliza la inseguridad masculina.
El precio de unos centímetros. Frank, desde Estambul, lo resumió con crudeza a The Guardian: “Estoy construyendo mi propia altura”. John, desde Las Vegas, confesó a GQ que se dio cuenta de su nueva estatura la primera vez que orinó y falló la trayectoria. Elaine, tras ocho años de sufrimiento, respondió a la BBC con otra perspectiva: “Si alguien me preguntara hoy si lo haría de nuevo, diría un rotundo no”.
La pregunta final no es cuánto cuesta crecer, sino qué duele más: las varillas incrustadas en los huesos o la presión social que hace sentir a tantos que nunca son lo bastante altos.
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