En el siglo XX los oleoductos fueron la llave del mundo. En el siglo XXI son las redes eléctricas y un país las está ganando: China

Mientras una nación instala casi cien paneles solares por segundo, otra revitaliza fábricas para producir motores de gasolina. Mientras una construye la mayor planta solar del mundo, la otra promete «energía dominante» basada en petróleo y gas. A simple vista, parecen dos estrategias distintas. En realidad, es una carrera. Y el premio no es solo la energía: es el poder geopolítico del siglo XXI.
Dos modelos contrapuestos. Un gráfico de Ember publicado por Our World in Data ha ilustrado el punto con claridad asombrosa. A principios de la década de los 2000 se puede observar el repunte paulatino de China. Sin embargo, el cruce se produce en el año 2010 donde el gigante asiático supera la barrera de los 4.000 teravatios-hora (TWh), hasta un ascenso vertiginoso superando los 10.000 TWh en 2024. En términos simples, hoy China produce más del doble de electricidad que Estados Unidos, el cual se mantuvo en la misma línea. Pero lo más relevante no es cuánto produce, sino cómo lo hace.
La revolución silenciosa. En solo un mes, China instaló 93 gigavatios de capacidad solar, lo que equivale —más o menos— a cien paneles cada segundo. A eso se suman otros 26 GW en eólica, unas 5.300 turbinas nuevas en marcha. Según Lauri Myllyvirta, investigador principal del Instituto de Política de la Sociedad Asiática, citado por The Guardian: “Solo las instalaciones de ese mes generarían tanta electricidad como países enteros como Polonia, Suecia o los Emiratos Árabes Unidos».
En total, entre enero y mayo de 2025, China ha sumado 198 GW de capacidad solar y 46 GW de eólica, suficientes para igualar la producción eléctrica de Turquía o Indonesia. De esta manera, sigue superando los más de 1.000 GW totales, lo que representa la mitad del total mundial.
Han sabido adelantarse. Vinculado cada vez más las ambiciones climáticas con el crecimiento de la tecnologías renovables. En un discurso reciente, citado por The Guardian, Xi Jinping vinculó el desarrollo del sector energético limpio con la revitalización económica de China: “Hemos construido la cadena industrial de nuevas energías más grande y completa del mundo”. El término “nuevas energías” incluye renovables, baterías y tecnologías de almacenamiento.
El gigante asiático es actualmente el mayor proveedor global de tecnologías limpias: domina el mercado de paneles solares, turbinas eólicas, baterías, vehículos eléctricos y reactores nucleares en construcción. Además, posee casi 700.000 patentes en energía limpia, más de la mitad del total mundial, según The New York Times.
La otra cara. Durante buena parte del siglo XX, Estados Unidos fue la referencia en innovación energética: desde las primeras celdas solares comerciales hasta los primeros parques eólicos. Sin embargo, desde la llegada de Trump, el foco ha vuelto a situarse con fuerza hacia los combustibles fósiles.
Según The New York Times, Washington ha presionado a aliados como Japón y Corea del Sur para que inviertan billones de dólares en infraestructuras de gas natural estadounidense. Al mismo tiempo, empresas como General Motors han dado señales claras de hacia dónde sopla el viento: la compañía canceló una planta de motores eléctricos cerca de Buffalo (Nueva York) para destinar 888 millones de dólares a fabricar motores V-8 a gasolina.
Donde reside la asimetría. No se trata solo de dos caminos diferentes, sino en la influencia mundial. Según datos de Climate Energy Finance, las empresas del gigante asiático han anunciado más de 168 mil millones de dólares en inversiones extranjeras en proyectos de energía limpia: desde turbinas en Brasil hasta autos eléctricos en Indonesia, pasando por gigantescas plantas solares en Arabia Saudita y proyectos hidroeléctricos en el Congo.
La energía verde, para Pekín, no es solo un negocio. Es una herramienta de poder blando. Una forma de ganar terreno global a través de infraestructura, contratos a largo plazo y financiación propia. Una influencia que no necesita bases militares, sino paneles solares.
En contraste, Estados Unidos ha recortado muchos de sus programas de cooperación energética internacional. Su estrategia exterior es más transaccional: acuerdos puntuales de gas, petróleo o incluso armas. Pero sin un proyecto estructural que le permita competir en este nuevo tablero energético.
¿Y este cambio de roles? Hace medio siglo, Estados Unidos lideraba la innovación energética. En 1979, Jimmy Carter instaló paneles solares en la Casa Blanca. Décadas después, Barack Obama financió proyectos como Tesla. Pero casos como el fracaso de Solyndra, una empresa solar que quebró tras recibir un préstamo federal, desataron una narrativa conservadora contra la inversión pública en renovables.
China, en cambio, asumió riesgos. A comienzos de los 2000, el entonces primer ministro Wen Jiabao —geólogo de tierras raras— comprendió que el futuro económico y geopolítico del país pasaba por controlar la producción energética. Su gobierno invirtió cientos de miles de millones de dólares en subsidios, fábricas, formación técnica e innovación. Protegió su mercado, automatizó la manufactura y dominó el acceso a materias primas esenciales como el litio, el cobalto y el silicio como ha desarrollado New York Times.
Las previsiones. El mundo está moviéndose hacia las energías solar y eólica, así también lo confirma la Agencia Internacional de Energía. La demanda de energía seguirá creciendo, pero su origen será distinto. Y eso cambiará el equilibrio global, porque quien lidere esta nueva matriz energética tendrá también una ventaja geopolítica, comercial y diplomática.
China está preparada para liderar ese mundo. La gran pregunta es si Estados Unidos —o cualquier otro actor global— está dispuesto a competir con la misma visión estratégica, paciencia y escala. Porque la energía ya no solo mueve fábricas o ilumina ciudades. Hoy mueve el tablero global.
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