
FERNANDO DÁVILA LUNA
Nueva York, Pocas agrupaciones en la historia del rock han gozado de un aura de culto tan
refinada como Steely Dan, el proyecto intelectual, musical y profundamente enigmático
de Donald Fagen y Walter Becker. Su historia no es solo la de una banda, sino la de un
laboratorio sónico sin precedentes, en donde el jazz, el rock, el pop, el R&B y la ironía
mordaz confluyen en una arquitectura sonora milimétrica. Son los alquimistas del sonido
pulcro, los amos del cinismo lírico. Su leyenda se forjó entre la sombra del estudio de
grabación y la luz tenue del sarcasmo elegante.
Dos outsiders en la Costa Este.
Fagen y Becker se conocieron a finales de los años 60 en el Bard College, una institución
liberal en Nueva York. Unidos por su amor al jazz moderno, las novelas de ciencia ficción y
un humor oscuro e intelectual, pronto comenzaron a escribir canciones juntos. La
conexión era evidente: Fagen traía la sensibilidad jazzística en los teclados y la voz nasal
más anti-pop posible, mientras que Becker dominaba el bajo y la guitarra con un oído
clínico. Su alianza creativa se convirtió en un vínculo casi telepático.
En 1972, tras algunas experiencias fallidas en el mundo de los compositores a sueldo,
formaron Steely Dan y firmaron con ABC Records. El nombre, por cierto, proviene de un
consolador de acero mencionado en la novela El almuerzo desnudo de William S.
Burroughs, un guiño literario que anticipaba la iconoclasia de su propuesta.
Éxito y disolución veloz.
Su debut, Can’t Buy a Thrill (1972), los lanzó al mainstream con temas como Do It Again y
Reelin’ in the Years, pero Becker y Fagen pronto mostraron su incomodidad con la idea de
una banda convencional. Odiaban salir de gira, desconfiaban del rock de estadio y tenían
un estándar de calidad casi obsesivo. En 1974, disolvieron la formación en vivo y Steely
Dan se convirtió en una entidad estrictamente de estudio.
Durante el resto de los años 70, la dupla operó como un comando de precisión musical,
rodeándose de una élite de músicos de sesión que elevaron cada track a una obra maestra
de arreglos e interpretación.
Magos del estudio de grabación.
De Pretzel Logic (1974) a Aja (1977), pasando por The Royal Scam (1976), Steely Dan
perfeccionó una fórmula única: letras densas, cargadas de referencias culturales, sátira y
ambigüedad moral; arreglos rítmicos laberínticos; y solos de guitarra, piano y saxofón
ejecutados con una claridad casi quirúrgica.Aja fue su cumbre comercial y crítica. Con solos icónicos de Wayne Shorter (sax), Steve
Gadd (batería), Larry Carlton (guitarra) y Michael McDonald (coros), el álbum es
considerado una obra maestra del jazz-pop sofisticado. Era música para melómanos,
ingenieros de audio y ejecutivos con alma de bohemios.
Sus músicos de sesión eran verdaderos titanes: Jeff Porcaro, David Paich y Steve Lukather
(que luego formarían Toto); Chuck Rainey en el bajo; Bernard Purdie con su mítico «Purdie
Shuffle»; Rick Marotta, Dean Parks, Victor Feldman… la lista es interminable. Cada
grabación era una toma de laboratorio. Algunos guitarristas grabaron hasta 40 solos
distintos para una sola canción, Peg, por ejemplo.
Silencio, decadencia y redención.
El éxito, sin embargo, vino acompañado de tensiones. Las exigencias perfeccionistas de
Fagen y Becker rayaban en lo neurótico. En 1980 lanzaron Gaucho, su disco más
problemático: problemas legales con MCA, la muerte accidental de Jeff Porcaro mientras
trabajaba en la sesiones musicales, una denuncia por plagio, y el deterioro físico y
emocional de Becker debido a las drogas.
En 1981, Steely Dan desapareció. Fagen lanzó el excelente The Nightfly del 1982, y Becker
se retiró a Hawái. Ambos pasaron más de una década sin trabajar juntos.
No fue sino hasta mediados de los 90 que renacieron, primero con giras y luego con el
álbum Two Against Nature (2000), que les valió el Grammy a Álbum del Año, venciendo a
Radiohead, Eminem y Paul Simon. Fue una reivindicación inesperada para dos genios de la
grabación que jamás imaginaron competir con el pop contemporáneo.
Walter y Donald: Genios disonantes.
Walter Becker fue el más oscuro, irónico y reservado del dúo. De verbo afilado y guitarra
cerebral, prefería las sombras. Fagen, más público, encarna el cinismo elegante del jazzero
desencantado con la cultura de masas. Ambos compartían un desprecio irónico por el
sentimentalismo, la fama vacía y el virtuosismo sin propósito.
Su relación era compleja: íntima, distante, creativa. Más que amigos, eran cómplices
musicales, unidos por una visión artística sin concesiones. La muerte de Becker en 2017
dejó a Fagen como único guardián del legado.
El legado de Steely Dan.
Steely Dan trascendió el rock para crear un universo estético único: ni totalmente jazz ni
completamente pop, pero absolutamente moderno. Su influencia se percibe en artistas
como Daft Punk, Tame Impala, Thundercat, St. Vincent, John Mayer, Phoebe Bridgers y enel resurgimiento del llamado yacht rock. También en la forma de producción de artistas
que priorizan el detalle, como Frank Ocean o los últimos trabajos de Beyoncé.
Más allá de géneros, la banda simboliza una época en la que el estudio era un templo y la
música, un arte elevado.
En la actualidad.
Donald Fagen mantiene vivo el nombre de Steely Dan, presentándose en vivo con una
banda de músicos virtuosos, entre ellos el legendario batería Keith Carlock. Aunque sin
material nuevo desde 2003, los discos de Steely Dan siguen siendo objeto de culto,
remasterizaciones y reediciones en vinil audiófilo. Su música suena más fresca que nunca
en una era saturada de filtros y algoritmos.
Epílogo.
Steely Dan fue y si me lo permiten, es, una anomalía gloriosa. Dos cerebros brillantes que
convirtieron el cinismo en arte, el virtuosismo en lenguaje popular y la música de sesión
en una forma de resistencia cultural. Son el soundtrack de una América urbana,
desencantada pero elegante; de bares de Manhattan, oficinas creativas y tocadiscos
artesanales.
No fueron una banda para las masas, pero sí para las mentes que buscan más. Y por eso,
siguen sonando.
Como diría Fagen: “The Dan is still running’.”
