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Insabi: Instituto de corrupción y muerte

La cabeza de EL UNIVERSAL del jueves anterior es brutal y parece un epitafio: “Entierran al Insabi y quedan en el aire 409 mil millones de pesos”. Una cifra astronómica y terriblemente ofensiva para México. Si me permiten seguir con mis comparativos —así como hice con el otro gran escándalo de la corrupción en Segalmex— la corrupción no se mide por cifras en un papel en bancos de aquí o en paraísos fiscales, sino en lo que el país podría haber hecho con esa inmensa cantidad de recursos mal empleados o desaparecidos. En este caso: si estimáramos su costo en cien millones de pesos por unidad, podríamos haber construido ¡Cuatro mil escuelas, universidades u hospitales! Esa es la dimensión del daño inconmensurable que el gobierno de la 4T le ha hecho a este país luego de que la Auditoría Superior y otras entidades privadas han documentado este insultante desfalco en el patrimonio común de todos los mexicanos que es el erario público, conformado por nuestros impuestos. Todo para que ahora nos salgan con el simple aviso de que el Insabi se va a cerrar y que sus funciones las absorberá el IMSS-Bienestar. Así nada más. Sin explicación sensata alguna; y sobre todo sin rendición de cuentas. ¿Será por esta y por otras razones que el gobierno lopezobradorista quiere exterminar al Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información, el Inai? Seguramente.

Pero lo más horrendo de este periodo negro en la historia de la salud de la nación es el dolor de sus habitantes. Y es que en estos cuatro años de gobierno, 15 millones de mexicanos han quedado fuera de los servicios de salud pública. Así que dan escalofrío las preguntas de ¿Cuántos mexicanos —tal vez cientos de miles— han muerto, han sufrido o han quedado con secuelas de por vida dentro y fuera de la pandemia? ¿Cuánto daño significa la incapacidad y negligencia de este crimen colectivo? ¿Quiénes son los responsables?

A ver: el actual gobierno del presidente López Obrador destruyó una vez más algo que funcionó con un grado aceptable de eficiencia como fue el Seguro Popular. Igual hizo con nueve mil estancias infantiles, decenas de refugios para mujeres violentadas, las escuelas de tiempo completo, quitándoles el pan de la boca a un millón de niños, porque, según él, todas estas instituciones y programas compartían un gravísimo pecado original: eran inventos de gobiernos anteriores y no sus propios inventos: El Estodo soy yo.

Lo inaudito es que al frente del improvisado y atrabiliario Instituto Nacional de Salud para el Bienestar el presidente nombró a otro muy querido amigo de él —tabasqueño para variar— Juan Antonio Ferrer Aguilar, que, como antropólogo de profesión, no tenía ni tiene la más remota idea de lo que es la temática de la salud y menos aún de un sistema nacional. Pero eso sí, con el enorme mérito de haber sido el guía de turistas favorito de Andrés Manuel en el sitio de Palenque, cada que tenía visitas en su finca vecina. Por eso ha sido solapado en sus trapacerías como: un desastre en la adquisición y distribución de medicamentos, compras simuladas, adjudicaciones directas injustificadas, opacidad absoluta y transas en asignaciones de recursos para los estados. Así que, como en el caso de Ignacio Ovalle, el de Segalmex, vale la pregunta: ¿Dónde está Juan Antonio Ferrer?

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